Luces Verdes
Lara era una adolescente de rasgos indio-africanos que vivía con su madre en un poblado de las afueras de Boston. Su poblado constaba de cuatro chabolas mal protegidas con poca seguridad y una pésima ley de vida al no haber doctores ni un hospital cerca. La comida nunca abundaba en comparación con la cantidad de gente que vivía el aquel poblado. A pesar de eso, Lara y su madre cada día se unían más aún desde que su padre se marchó allá donde las luces tocan las montañas.
Un día Lara se levantó en la madrugada al escuchar un ruido y vio una extraña luz verde tras la cortina de su chabola, se puso unos pantalones para proteger del frio a sus delgadas piernas roídas por el hambre y sus zapatillas de deporte casi sin suela. Salió tan rápido como pudo pero cuando volvió la mirada hacia la cortina la luz ya no estaba.
Día a día la luz iba cada noche a visitarla, con su color verde tan cálido y atrayente, tan atrayente que a Lara le parecía familiar, como si siempre hubiera estado a su lado, incluso cuando aquella luz no existía. La luz le calmaba el dolor tras la muerte de su padre, cada día le sanaba la herida aunque fuese por unos segundos. Aquella luz, volvía con la intención de guiar a Lara a algún lugar, a lo alto de la montaña tal vez.
A la noche siguiente, Lara le dio un beso y un abrazo a su madre, y le deseó las buenas noches y se hizo la dormida. Esperaba volver a ver su luz y que le llevase a aquel lugar que no se atrevió a ir antes. Minutos después que a Lara le pasaron como horas, la calidez de la luz la despertó y ésta se alejó lentamente, la luz sabía qué era lo que la niña quería, quería que le guiase hacia aquel lugar al que nunca se atrevió a ir. Lara corrió descalza tras la luz y ésta la llevó por un camino de hierba fresca y flores que iba iluminando de un verde cada vez más intenso a su paso.
Poco después Lara y la luz llegaron a la cima de la montaña y la joven miró la gran belleza del terreno desde lo alto, a lo lejos divisaba la gran ciudad, los suburbios de la ciudad y su pequeño poblado el cual la joven miró con ternura. Al acordarse de cómo le gustaba jugar con su padre cuando era más pequeña lloró tímidamente y sonrió al tocar el collar que le regaló su padre. Era una esmeralda de un color verde intenso que lucía con la luz del sol. Lara, al darse la vuelta no supo cómo reaccionar al ver que la luz se había hecho mucho más grande y que había recobrado forma humana. Aquella forma era la viva imagen de su padre, que la miraba con orgullo y alegría al verla tan fuerte a pesar de las circunstancias por las que estaban pasando.
Su padre, Sirhan, era alto, fuerte, de pelo y tez morena con sus rasgos africanos que le hacían un hombre atlético y valiente frente a cualquier adversidad. Calló en una enfermedad al llegar a los 30 que le fue desgastando al pasar los años, le fue debilitando hasta que una noche, cuando la aurora boreal acariciaba las montañas, le llevó consigo.
Sirhan acarició la cara de su hija por última vez y le dijo que a veces las cosas más pequeñas son las que más valor contienen y que siempre cuide a los que tiene más cerca, que les diga cuánto les quiere a diario porque nunca se sabe cuándo podría ser la última vez que dijese esas palabras.




Comentarios
airunosa - hace más de 10 años
Un relato conmovedor, gracias por compartirlo Vera.
vera - hace más de 10 años
muchisimas gracias:) se que hace mucho que no escribía pero quería compartirlo con vosotros
partyflipa - hace más de 10 años
Qué chulo. Me han dado ganas de echarme al sofá y "abandonarme" a la lectura :) Gracias.
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