Demonios
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Los dedos del pianista susurraron a las teclas una melodÃa inesperadamente bella. Nunca nadie creyó que aquel rudo hombre fuera capaz de enternecer las cuerdas de tal complicado instrumento, y, sin embargo, él conseguÃa una melodÃa tersa y clara, a la vez que pausada y limpia.
-Demonios –dijo Lucio Scuro mientras tendÃa la mano a la joven.
-Demonios –afirmó ella a la vez que se levantaba y recolocaba su vestido, preparándose para el baile-, que cosa tan maravillosa, ¿no cree usted?
La forma en la que la Señorita Eclissi afirmó tal máxima confundió ligeramente al galante caballero que le tendÃa la mano: esa enigmática y bella sonrisa garantizando ese oscuro y enrevesado pensamiento era capaz de intimidar a hombre tal como Lucio, era capaz de descubrir sus más ocultos temores. Él extendió una de sus manos sobre la cadera de la mujer, mientras que la otra se enredó de manera casual, casi de forma imprevista, con la mano de Chiaro. Ambos comenzaron a seguir el ritmo que marcaba el pianista con tal sutileza que ninguno habrÃa sido capaz de expresar, de manera exacta, en qué momento habÃan empezado a bailar.
-No son algo que yo calificarÃa de maravilloso. Nos consumen, nos atan –Lucio dejó de hablar por un momento, mientras el baile obligaba a la dama a realizar una voluptuosa vuelta-, si uno les deja, pueden llegar a decidir quienes somos. Si uno les deja, solo pueden causar incomodidad, solo pueden causar malestar. Ellos peleando constantemente por salir, nosotros atacando para que no salgan.
-¿Y qué ocurre cuando uno no sabe de sus demonios?
-Cuando uno no es consciente de ellos –Chiaro se vio obligada a girar otra vez- entonces es cuando son más peligrosos.
-Mire a su alrededor, Señor Scuro, ¿cuánta gente de aquà conoce a sus demonios? ¿cuántos de ellos son conscientes si quiera de qué son los demonios?
-Posiblemente… –Lucio recorrió la sala con la mirada para reforzar de manera inconsciente su argumento a nivel pragmático- Posiblemente ninguno excepto usted y yo.
-¿Ve a alguien aquà loco? ¿Alguien que se haya dejado llevar por sus vicios, por sus demonios?
-Todos lo hacen, todos lo hacemos. En cierta manera al menos.
-Eso indiscutiblemente –la Señorita Eclisse rió mientras giraba por tercera vez-. Sin embargo, ¿cuántos de ellos parecen infelices?
-¿Cuántos de ellos son felices hipócritas? –respondió avispadamente Lucio- ¿Cuántos ocultan tras la sombra de una sonrisa demonios inconcebibles?
-¿Nunca sonrÃe usted entonces?
El ritmo de la música comenzó a frenetizarse, los escalas subÃan y bajaban con una pureza exacta que solo el verdadero pianista, el que desnuda su alma, consigue obtener. Los pies de todo aquel bailando en la sala comenzaron a quejarse. Los pies de todos excepto de dos, que mantuvieron el rápido compás en su cuerpo y alma.
-Igual, es que no tengo –Lucio sonrió.
-Si tiene, los conozco desde que hablé con usted por primera vez. Son lo suficientemente grandes como para hacerse plantear a un hombre el hecho de que tiene demonios. Son lo suficientemente acuciantes como para que los delaten sus pupilas. Usted siente estar muerto por dentro, siente la inexistencia en su ser, siente oscuridad como pocos hombres la han sentido. Usted siente a su demonio.
-No me conoce, no es si quiera capaz de entender…
-Sin embargo, usted si puede hacerme entender ¿me equivoco? –un brillo tenaz recorrió la sonrisa de la joven por un instante.
El pianista redujo el ritmo y comenzó a tocar una melodÃa más suave y llevadera para los talones de aquellos que no buscaban divertimento únicamente en el escuche de la música. Sin embargo, continuó con el decrecimiento hasta lÃmites no considerados normales.
Lucio se quedó sin habla y, si alguien hubiera estado observando la escena de cerca, incluso habrÃa jurado que no respiraba. Únicamente movÃa sus pies al compás de la música a la vez que, siguiendo los preceptos del baile clásico, empujaba levemente a la mujer para hacer que ella se moviera.
El ritmo volvió a aumentar. Mucho.
-No sabe con lo que está jugando… -susurró el señor Scuro una vez hubo recuperado el aliento.
-Demuéstremelo.
La orden, con un tono autoritario que rayaba lo divino, golpeó la cabeza del joven. Le hizo entender que aquello era lo correcto, le hizo entender que aquello no estaba mal. El pianista continuaba con su hábil melodÃa, que se tornaba oscura por momentos, que guiaba los pies de los bailarines, que guiaba las manos del pianista. La cabeza de Lucio se oscureció a la vez que se aclaraba en ella la palabra de la Señorita Eclisse, a la vez que las notas movÃan su cuerpo como tirados por hilos.
Lucio traba un pie entre él y Chiaro, haciéndola rotar y apartándola de sà a la vez que la melodÃa tejÃa sus movimientos, haciendo que se acercara a otra bailarina que estaba danzando con, posiblemente, su pareja. La Señorita Eclisse observa, observa cómo el Señor Scuro comienza susurrando a la joven y esta rÃe. Observa cómo él sigue hablando. Cómo la cara de ella va cristalizando una mueca de desesperanza y dolor. Cómo su alma se rompe. Cómo sus demonios rasgan la porcelana de su ser. Cómo una lágrima mancha ambos espÃritu y rostro. Observa cómo sale corriendo de la pista de baile corriendo, a la vez que su, posiblemente, pareja la persigue no sin antes envenenar con la mirada a Lucio.
Chiaro sonrió y se intercambió miradas con el pianista, que relajó el ritmo del baile hasta llegar a lo que se considerarÃa normal. Se acercó hacia Lucio, el cual parecÃa levemente aturdido.
-¿Qué mayor demonio –comenzó diciendo ella-, que el de conocer los demonios que te rodean y poder jugar con ellos? No me he encontrado con usted por casualidad, Señor Scuro. Ellos nos hacen especiales, nos hacen diferentes, nos hacen estar en búsqueda de gente con demonios tan grandes como los nuestros. Ah… Demonios –afirmó ella a la vez que sentaba en una silla cercana-, que cosa tan maravillosa, ¿no cree usted?
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