Línea de Sucesión I
¿Y si estoy loca? ¿Quién sabe? ¿Qué pasaría si lo estuviera? Bueno, no creo que en el lugar de donde vengo resultara raro estarlo. Aquí, como diría el Sombrerero, todos estamos locos. Pero mi grado de locura sobrepasa el de muchos. ¿Es de locos montar los mayores desastres estando sonámbula? Supongo que sí. Y es propio de un loco cargarse a su padre en medio de la noche, sí, puede ser. Pero la idea era taaaaan tentadora… Hacer que pareciera un suicidio, oh, sí, nadie sospecharía de un hombre que acababa de matar a su esposa para después arrepentirse.
Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Nunca olvido nada, absolutamente nada. Sé que ayer terminé de comer un estofado con ternera, patatas y guisante en la tercera mesa empezando por la izquierda de nuestro querido comedor; a las 14:06. Oh, claro que lo recuerdo. Veintitrés de marzo de 1997. 23:42 PM. Me encontraba con mis padres, allí, en una moderna casa en Brixton. Como cada noche, habían empezado los insoportables gritos que no me dejaban dormir. Era irónico que esperaran a la noche para soltarse la mierda de todo el día, pensando que yo estaría durmiendo y no les iba a escuchar. Aquella vez discutían por mí. Hablaban de separarse, y los dos querían llevarme consigo. ¿Qué culpa tendría yo de que ellos se odiaran? Después les preguntaría por qué peleaban, y ellos, cómo no, me contestarían “Helena, no es tu culpa”. Se engañaban a ellos mismos cada vez que decían que me querían y que no tenía que sentirme culpable. Yo era el fruto de lo que entre ellos había sido una vez amor. Ahora ya no significaba nada que tuvieran una hija. Eso debió pensar mi padre un momento antes de que yo escuchara un grito desgarrador que probablemente despertó a la mitad de nuestro barrio residencial, al que siguió un sordo disparo. Mi corazón se paró por un segundo y después se puso a latir con todas sus fuerzas. Uno de los dos había muerto, seguro que mi madre. Dios, ¿por qué mi padre tenía que ser policía? ¿No podía haber sido un simple ejecutivo? Irónico: el señor Policía Impecable Y Perfecto Mr. McLaren se había cargado a su mujer. Y se iba a suicidar. Oh, sí. Le escuchaba llorar y suplicar. “¡No, por favor, Holly, no me hagas esto! ¡No te vayas! Dios mío, ¿qué he hecho?”
¿Creéis que lo pensé dos veces? Habéis hecho mal en dudar. Conforme me vayáis conociendo, nada de esto os sorprenderá. Tras abrazar con fuerza a mi osito de peluche durante apenas medio minuto, me levanté de la cama. No hice un solo ruido. Antes de hacer nada, me puse mis guantes rosas para la nieve (te debo una, Hello Kitty). No era tan tonta como para dejar huellas. Entre las sombras de la noche, me deslicé hacia la cocina americana. Mi padre yacía de espaldas a la puerta, abrazando el inerte cuerpo de mi madre. El arma estaba ahí, en el suelo, junto a sus pies. No hice ruido alguno al cogerlo, solo cuando, apuntando a su cabeza de cerca, disparé sin temor. Era una pistola pequeña y suponía cómo funcionaba. Él no se dio cuenta de lo que estaba haciendo, no tuvo tiempo ni para gritar. Después, agarré su mano y, con esta, el arma. La coloqué cercana a la herida de bala. Por último, como la niña inocente que era, volví a mi cama, abracé a mi osito y me quedé profundamente dormida, sabiendo que la policía no tardaría en llegar gracias a algún bendito vecino cotilla.
Y, tras la visita de los señores policías, ante los que lloré y conté cómo era la relación de mis padres, me llevaron a un sitio con más niños como yo. Niños que, por las malas pasadas que el destino nos obliga a sufrir, se habían quedado sin padres. Me había convertido en una huérfana. Nadie de la familia de mi padre me querría. Mi madre no tenía hermanos. Mi abuela no me podía cuidar. Estaba completamente sola. Pero no pasaría mucho tiempo en aquel lugar alejado de la mano de Dios (irónico, ya que se trataba de un orfanato religioso).
Como bajado del cielo, un hombre de cabello canoso y bigote se plantó en el orfanato un feliz doce de abril. Las monjas, a regañadientes, le permitieron hacernos pasar por un examen que evaluaría nuestra inteligencia. Éramos 47 niños y niñas de entre 0 y 14 años. El anciano, acompañado de un chico y una chica más jóvenes, comenzó a llamarnos por el orden de una lista que las monjas le facilitaron. Estábamos ordenados según nuestro nombre, ya que había niños cuyo apellido ni siquiera estaba registrado. Cuando llegaron a la H, fui nombrada.
—¿Helena McLaren?
En aquel momento me encontraba leyendo uno de los pocos libros que las monjas aprobaban para nosotros. En los 21 días que había pasado en aquel orfanato había tenido tiempo para devorar dos veces la mayoría de biografías y vidas ejemplares de santos. No me llamaban especialmente la atención, pero necesitaba algo para entretener mi vista. A pesar de que las hermanas nos alentaban a la lectura de la Biblia, esta solo fue hojeada por mí. Era una especie de venganza hacia las monjas por haber quemado Harry Potter y la Piedra Filosofal y toda la colección de Las Crónicas de Narnia, los libros que había llevado conmigo. Abandoné la biografía de San Jeremías para ponerme de pie y avanzar hacia aquellas personas.
—¿Eres tú Helena? Acompáñanos, por favor.
Les seguí sin problema, me inspiraban confianza. Entré tras ellos a una habitación junto al despacho de la madre superiora. Al parecer, no habían permitido a aquella estirada y anticuada mujer quedarse a escuchar sus preguntas. El hombre joven, que no llegaría a los treinta años, comenzó a hablarme.
—¿Alguna vez te han hecho uno de esos test de inteligencia en los que tienes que seguir sucesiones de dibujitos, formas y series de números? –negué con la cabeza. Antes de hacerlo, me tomé un momento para mirar el significado de “sucesión” en el diccionario que siempre llevaba en mi bolsillo. Él se percató de lo que había hecho y me hizo otra pregunta. Se notaba en su voz que conocía la respuesta mejor que yo- ¿Qué es eso que llevas en tu bolsillo?
—Es…un diccionario, ¿no lo ve? –levanté el tomo, cuyo tamaño no superaba al de mi mano, para que pudiera leer la portada-. Lo uso para buscar palabras que desconozco.
—¿Cuántos años tienes, Helena?
—El tres de febrero cumplí los seis.
—Pues hablas como una adulta ya, ¿sabes? –hizo una pausa, observando cómo miraba de reojo los papeles que traía entre sus manos-. ¿A qué edad aprendiste a leer?
—Lo he notado, sí.
Mis primeros días en el orfanato fueron dedicados a preguntar a los niños si conocían el significado de palabras al azar que había encontrado en mi diccionario.
—Creo que a los tres años, me enseñó mi madre antes de empezar el parvulario.
—Y…por lo que veo, te gusta leer.
No pensé mi respuesta, era completamente obvia.
—Los libros son mi mayor pasión. Ya he leído al menos una vez todos los libros del internado y todos aquellos que mis padres me dejaban en casa. El que más me gusta es Mi familia y otros animales, de Gerald Durrell.
—Tienes buen gusto, las aventuras de Gerry son muy divertidas –la voz de la chica, que tendría poco más de veintidós años, me sorprendió por lo alegre que resultaba, a pesar de la seriedad que nuestra conversación arrastraba todo el tiempo.
El único que aún no había hablado, el señor mayor que se sentaba en el sofá, lanzó una mirada con la que parecía hablarles a los otros dos. Después, miró directamente a mis ojos.
—¿Y Sherlock Holmes? ¿Hércules Poirot o Miss Marple? ¿Te gustan los libros de detectives?
—¡Claro! –ante la mención de mi personaje favorito de Agatha Christie, Miss Marple, mis ojos se iluminaron-. Adoro los libros de suspense.
—¿Qué te parecería ser como ellos y resolver los crímenes más insólitos? –su voz tranquila y sosegada servía para calmar hasta al más fiero, haciéndote pensar bien cada palabra.
—Me encantaría ser como ellos –suspiré. Sabía que, en el mundo real, era bastante raro que la policía te dejara colaborar. No me sería posible ser como el detective Conan.
—Si vienes a nuestro internado, tendrías la oportunidad de ser como ellos y convertirte en la detective más importante del mundo, ¿sabes? –Intervino la chica, esperanzadora.
No lo pensé ni un instante.
—¡Voy con vosotros, dejadme ir, por favor!
En un abrir y cerrar de ojos me encontraba en un coche negro y grande, uno de esos Rolls-Royce clásicos. Sabía mucho de coches, ya que mi padre era aficionado a comprar revistas de automovilismo. El hombre mayor conducía con el joven de copiloto. Nos dirigió una sonrisa, diciendo que íbamos a Winchester.
Ya entrada la noche llegamos a un enorme edificio de piedra color arcilla, rodeado por unas vallas brillantes, junto a perfectos y verdes jardines. En la reja de la entrada, que se abrió a nuestro paso, se podía leer el nombre del centro. La chica me ayudó a bajar del enorme coche.
—Bienvenida a Wammy’s House, Helena.



Comentarios
prisionera de la ωeb - hace más de 11 años
Oyoyoyoyoii. ¡Qué pinta tiene esto! ;)
partyflipa - hace más de 10 años
Ooooooooooooooh... voy a leer el siguiente. Tarde, pero aquí estoy ;)
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