Prólogo. Reuníos. [Warwick, 1414]
[Vale, pegadme, se me olvidó subir el prólogo. Os dejo el link al capítulo 1, no os perdáis c:]
El sol terminaba de ponerse, haciendo que la sombra que formaba al interponerse en su camino un conjunto de rocas colocadas en el suelo fuera perdiendo intensidad. Poco a poco se adentraban en el círculo, uno tras otro. Todos de blanco, algunos con una visible barba canosa, portando bolsas marrones de rafia que contenían mil y un tipos de hierbas con mil y una utilidades. Cada uno ocupaba ya su lugar, mirando a sus acompañantes sin decir palabra alguna. Él dio un paso, con cuidado de no pisar su larga túnica con capucha de un blanco tan limpio que parecía haber sido lavado con los mismos rayos del sol. Su barba era del mismo color, y caía por su cintura en una larga trenza. Habló con un tono de voz lo suficientemente alto como para que los más ancianos allí le escucharan, pero no lo suficiente como para que se le entendiera fuera del círculo.
-Bienvenidos, hermanos druidas. Acudimos a la llamada de nuestra madre Luna una noche más. Vuestro hermano Ealdraed os saluda.
La noche transcurrió como cualquier otra, comenzando por el ritual del roble y el muérdago, el cual solo hacían para recordar a sus antiguos hermanos, los primeros, y siguiendo con una vana conversación de amigos. No recordaba cuánto tiempo hacía desde la última vez que hicieron el sacrificio. Era imposible que alguien fuera a darles un toro, no a ellos, no algo de tal valor. Cada vez eran menos, la vida ya era de por sí difícil, y, por añadidura, cada día que pasaba eran un poco más viejos. Hacía una década que ningún joven se interesaba en unirse a ellos. La Iglesia les buscaba, quemaba sus casas, ellos morían en la cárcel y todos tenían miedo de ser druidas. Además, a esas alturas ellos eran unos paganos. Beorwald a menudo soñaba con los tiempos de los que se hablaba en los escritos antiguos, en los que los druidas eran puestos al nivel de los nobles, la gente les estimaba y el hecho de poseer una hoz de oro no era un delito, sino una razón para sentirse orgullosos. Habían perdido las ganas de seguir luchando por sus propios pellejos, ¿para qué?
Pero esa noche todo iba a cambiar, él tenía la solución. Dio un paso adelante y alzó la voz de la misma manera que su maestro lo había hecho.
-Hermanos –bajó la capucha que cubría su melena grisácea, la cual le colgaba sobre los hombros-, hoy es un día grande para nosotros. He de enseñaros mi proyecto, el cual hará que hasta la mismísima madre Tierra se asuste de lo que nosotros hemos llegado a hacer.
-¡Falacias! –Un escéptico que aún no había acabado su formación como druida, el más joven allí presente, le señaló. Beorwald le conocía, aún no había contemplado el mundo como ellos lo habían hecho, por eso le perdonaban sus insolencias.
-Mi desafío a los dioses bien podría costarme mucho más que la vida, pero, ¿qué es el alma de un hombre en comparación con el hecho más grande jamás visto? ¿Acaso otro hombre antes ha traído aquí a cualquier habitante del futuro?
-¿Del futuro? ¿Cómo pensáis…?
Beorwald no contestó, simplemente torció sus caídos labios en una sonrisa y siguió hablando.
-Lo he visto, y sé quién será la elegida. Una joven de tal era que no sé nombrar cuántos años pasaron hasta que pude verla a ella.
Nadie preguntó cómo había conseguido verla. Era obvio. Una de las primeras pociones que aprendían los druidas era la de la visión. Estaba entre las más fáciles. Agua del río, mar o pantano, dependiendo de cuál procedieran ellos. Arena al fondo, sin importar de dónde la sacaran, una hoja entera de higuera y una pluma de codorniz. Después debían decir “veo” y sumergir la cabeza en el caldero. Pasaban horas con la cabeza allí dentro, en trance. Podían ver pasar el tiempo hasta decidir ver un momento exacto, pero eran meros espectadores. Beorwald sabía que el odio del resto de gente era debido al temor. A pesar de que mantenían sus ritos en riguroso secreto, los rumores volaban. Cualquier cambio alertaba a los vecinos de sus pueblos. Muchos de ellos vivían en cuevas, donde sabían que habían sido los inicios del hombre. En las aldeas y pueblos se temía lo desconocido.
-Solo necesito que ella se acerque al río. Nunca lo ha tocado, pero sé que lo hará. Lo he hecho, he dominado a mi padre río, hermanos. Ha cedido a mis rituales. La traerá aquí a cualquier precio. Sed pacientes y tendréis ante vuestros ojos a la mujer algún día, dentro de cientos de años, estará pisando estas mismas tierras. Del agua al agua.
-Del agua al agua. –Sus hermanos de río repitieron la última frase, aunque esta estaba reservada para los funerales, que cada vez eran más frecuentes. Beorwald solo la había dicho como prevención, estando preparado para todo.
No tenía miedo. El río se encargaría del resto.



Comentarios
No se pueden incorporar más comentarios a este blog.