Tres. Viste. [Warwick, 1414]
Después de un rato de historias improvisadas sobre las aventuras de mi increíble familia de comerciantes en el Pacífico (no conocían el océano), Weland me ha invitado a pasar al castillo. Conforme parecía coger confianza hablando conmigo, toda esa cortesía iba desapareciendo. Se nota que realmente es un chico tosco que, en otras circunstancias, probablemente hablaría con un lenguaje gamberro digno de un atracador de esos que te amenazan con una navaja. Pero ni él ni su hermano pequeño dejan de tratarme de vos. Es irritante, aunque al mismo tiempo me hace sentir importante.
Las puertas del castillo no tienen nada que ver con las que yo recordaba. Son gruesas y robustas, hechas con una madera basta y poco pulida, nada que ver con la trabajada y (relativamente) más elegante madera de roble que debieron de poner mucho después, en una época más moderna. Sobre ellas hay un enorme escudo en el que se ve a dos peces rojos saltando, cruzados uno con otro, sobre un fondo azul. Debajo hay un grabado que dice “non bis in idem”. No dos veces por lo mismo. Ventajas de ser de letras.
En lo que podía llamarse vestíbulo, una sala oscura por la falta de ventanas, sin apenas decoración, rebosante de piedra y madera, hay un chico más bajito que Weland, cuya piel clara y lisa destaca sobre el gris que llena la sala. Me esperaba guardias a los lados de la puerta, como en las pelis, pero solo está él y no parece estar precisamente montando guardia. Está apoyado en la pared, mirando a un pequeño tragaluz situado cerca del techo y no parece tener más ocupación que esa. Me dan ganas de decirle “Qué, ¿sujetando la pared?”, pero…es como si todo lo que se me pasa por la cabeza estuviera fuera de lugar aquí. Al vernos entrar, viene con paso ágil hacia nosotros y me examina con ojo crítico. Hola, discreción, ¿eres tú? Se te echaba de menos.
-¿No ibais a esperar hasta la tarde para la cacería, querido hermano? ¿Tan pronto habéis vuelto con tan hermosa presa? –no sé si debo sentirme halagada porque ha dicho que soy hermosa o insultada porque insinúa que me ha cazado.
Weland (así que es su hermano, quién lo diría) suelta una carcajada. No se parecen en nada. El chico debe de tener mi edad, tal vez sea algo mayor, pero tiene una estatura normal, está más bien delgado y, aunque sus ojos son del mismo azul…no, no parece su hermano. Su pelo, castaño oscuro, le cae sobre la frente hacia el mismo lado, como si se hubiera peinado con agua. Tiene la cara fina y la piel perfecta, sin rastro de barba, mientras que Weland tiene la típica barbita de varios días. Y luego está su olor. Sé que en la Edad Media los hábitos de aseo eran más bien pocos, pero la diferencia la he notado desde el primer momento. Este chico desprende un olor a limpio, un olor que, sin ser específico, agrada; cosa que lo diferencia de sus dos hermanos. Hace una reverencia con tal elegancia que deja la de Weland por los suelos. Agradezco interiormente que no le dé por besarme la mano también.
-Ya que veo que mi hermano no va a molestarse en presentarse, yo mismo lo haré. Deorwine Bramlett, encantado. Y bonita vestimenta, aunque fuera de lugar. Espero que no os crucéis con el padre Cristopher mientras aún la vistáis. Podría hacer que os expulsaran de la ciudad, o…-se queda mirando mis ojos, con una expresión que denota indiferencia- cosas mucho peores.
-Oh, encantada. Soy Panda, de Pandora –a este paso, me convertiré en una experta en reverencias-, y mis ropajes se deben a mis últimos viajes por Asia, os sorprendería la variedad de prendas que…
Sin esperar a que termine, me quita las gafas, sujetándolas por el borde de la montura, y las mira a trasluz. Después vuelve a hablarme.
-Tengo no pocas preguntas acerca de vuestro vestuario. Pero, sin duda, me ha causado desconcierto este artefacto.
-Se llaman gafas. Eh…las hizo un cient…sabio chino, las fabrican para personas con problemas de vista –le enseño la patilla izquierda, con una pequeña inscripción que dice “Made in China”-. Como iba diciendo, mi ropa también viene de Asia.
Asiente, observándolas con respeto.
-¿De verdad? Me encantaría acompañaros, pues. Estoy seguro de que serán más hermosas que las que se pueden encontrar aquí –él lleva una camisa negra, parecida a una chilaba corta, con dibujos lineales blancos y un cuello abierto muy original. Para ser tan medieval, tiene mucho estilo-. He de decir que esta pequeña túnica que me hizo mi amada hermana Blythe es de lo mejor que tengo, para que os hagáis una idea.
Asiento. Por alguna razón, mantener una conversación con Deorwine es muy fácil, a pesar de su lenguaje enrevesado, elegante y educado; no deja de ser natural.
-Me gustaría ver a vuestras hermanas, Barrett también me habló de su costura. No me vendría mal que me enseñaran a coser.
Barrett interviene.
-¿No sabéis coser? ¡Pues qué tonta!
Weland le da una colleja y le chista. Tonta no, soy lo siguiente. Panda, eres una mujer en la Edad Media, tienes que saber coser por narices.
-S-sí, sí que sé, pero la costura no es mi mayor talento. –De nuevo, busco rápidamente excusas para que no sospechen- Por cierto, no me vendría mal usar ropa más… propia de aquí. Como bien decís, prefiero que no me vea ese tal padre Cristopher.
-En ese caso os alegrará conocer a mis hermanas y mi madre. Sus bordados son la envidia de muchas aquí. Ellas os pueden proporcionar un vestido acorde a vuestra belleza. Venid conmigo. –Dice Deorwine, tras tenderme una mano pálida.
-Pues yo me vuelvo a hacer ejercicios, ‘ta luego. –Cuando lo hemos escuchado, el mayor ya estaba fuera, sacudiendo su brazo a modo de despedida. Barrett le sigue pegando zancadas para alcanzarle.
Le doy mi mano y la rodea con unos dedos suaves, tirando de mí hacia un pasillo angosto.
-Weland no es demasiado hablador, ¿verdad? –es, en cierto modo, divertido lo fuera de lugar que parecía, como si estuviera esperando a que acabásemos la conversación para largarse.
-Oh, para nada, ¿tanto se le nota? –Contesta, con sarcasmo-. Tanto trabajar su cuerpo ha hecho que casi se olvide del idioma. Eso sí, jamás ha perdido una justa, y, créeme, en batalla es único. Aunque no he podido verlo por mí mismo. Mira, aquí es.
Una habitación luminosa se deja ver tras la puerta que Deorwine ha abierto. No es muy grande, pero se agradece el número de ventanas que la rodean. Tres mujeres están sentadas en sillones de madera junto a una chimenea apagada. Dos cosen y una borda. Pero las tres parecen clones. Una de ellas es visiblemente más mayor, y algo más alta. De debajo de sus redecillas blancas adornadas con piedras preciosas sobresalen rizos rubios. Las tres tienen enormes ojos negros, pómulos altos y labios carnosos. No estoy segura de si la alta es su madre o su hermana, ni de si ellas son las hermanas de las que hablaban. Desde luego, no comparten esos ojos azules que todos tienen aquí. Pero, si estoy en lo cierto y la más alta es esa tal lady Rowena, ya sé de dónde ha salido toda esa perfección de hijos. ¿Por qué todos aquí parecen dioses griegos?
-¿Me echáis una mano? Esta joven necesita un vestido –Deorwine se acerca a ellas de tal forma que se pega a sus labores.
Y las tres me miran, a cual más extrañada. No pronuncian palabra, solo examinan mi ropa. Las jóvenes susurran entre ellas.
-Esto…Hola –tenía que cortar el hielo, si no, reventaba-. E-encantada. Soy Pandora Nieves Owen. Y mis ropas se deben a un largo viaje por Oriente.
Por si acaso, hago otra reverencia y de paso me quito el gorro. La mayor sonríe con complacencia, y una de las jóvenes la imita. La otra me mira con una ceja arqueada y el morro torcido, muy maja ella.
-Encantada, lady Pandora. Yo soy lady Rowena, condesa de Stratford y señora de Warwick. –Así que estaba en lo cierto. Ella no se levanta, sólo inclina la cabeza cortésmente. Nunca entenderé qué procedimientos implica seguir la etiqueta.
La chica que antes sonreía se levanta y viene hacia mí; más pegando saltitos que andando.
-¡Hola! ¡Qué ropas tan singulares usáis, lady Pandora! –Se para justo delante de mí, para observar una a una todas mis prendas-. Me llamo Blythe, y mi hermana es Aethel –escucho cómo la otra resopla y musita una especie de saludo. Tan maja como decía-. ¿Por qué lleváis pantalones? ¿Y por qué están rotos? ¿Y qué lleváis en la cabeza? ¿De qué animal es la piel de vuestra chaqueta? ¡Increíble! ¡Tengo muchos vestidos para que elijáis, seguro que os sientan preciosos!
Vale, es la típica chica con la que cuesta tener tiempo para respirar. Contesto sus preguntas una a una, y sonrío al ver esa alegría con que hace todo.
-Eh… Bueno, en…Persia hay una moda que consiste en romperse los pantalones para no pasar calor, también las mujeres los usan. –No sé si con lo de mi cabeza se refiere al gorro, las gafas, las mechas verdes o todo en general, así que lo resumo-. El resto lo traigo de China, son inventos de allí. El animal se llama oso panda, lo llevo porque la gente me llama Panda.
-¿Pan-da? ¿Es un animal chino? ¡Debe de ser precioso! –Asiento, de nuevo sonriendo-. ¡Venid a mis aposentos, Panda! –Cuando ya ha llegado a la puerta, se da cuenta de que solo ella estaba hablando, y se queda allí parada, recta, con las manos sobre el regazo-. Eh…madre, ¿puedo ayudar a lady Pandora? Volveré pronto.
Lady Rowena lo piensa un momento, pero enseguida accede, con la misma sonrisa que yo.
-Adelante.
Sigo a Blythe, que ya está en la entrada, subiendo escaleras. Cuando miro hacia arriba, el vértigo me invade. Venga ya, el castillo parecía más pequeño desde fuera. Sobre mí hay unos cinco o seis pisos de escaleras que se curvan a los lados y dan acceso a habitaciones que parecen colgadas, dispersas por la pared. Su habitación está en el ¿tercer? piso y tengo que sujetarme a la barandilla y mirar al frente para no marearme. Me gustaría tener unas palabritas con el arquitecto, o el maestre, o quienquiera que construyó esto. La puerta está entreabierta y las paredes, forradas con tapices de terciopelo. Su cama, coronada por un dosel y cubierta de lana, es enorme. Como una de matrimonio y una individual juntas.
-¡Vamos, sentaos, lady Pandora! –me divierte ese nombre que me ha decidido poner.
Me siento en el borde por educación, aunque, si por mí fuera, me dedicaría a hacer la croqueta por toda la cama.
-¿Qué tenéis para mí,…lady Blythe?
Ella se agacha en dirección a un baúl grande y brillante, de madera noble y adornos de oro. Se dedica a rebuscar en él mientras habla conmigo.
-¡Ya veréis qué sedas usamos en el castillo! Oh, me gustaría que me contaseis vuestras vivencias en el Oriente… seguro que son más interesantes que lo que yo pueda contaros. ¡Ah, aquí estabas!
Saca un manojo de tela verde del baúl y lo tira contra mí, lo que hace que tenga que levantar los brazos y, en un esfuerzo por cogerlo a tiempo, acabe cayendo hacia atrás. Patético. Blythe se echa a reír.
-¡Muy bueno, lady Pandora! Probáoslo si es de vuestro gusto.
Desde la cama, le echo un vistazo. Lleva un vestido gris con una franja más oscura sobre la cintura y los brazos. Sencillo, pero muy bonito. Sigue llevando el pelo recogido en un moño y guardado en la redecilla de tela. En el cuello tiene un colgante con una piedra roja, ni idea de qué es. Después, miro mi vestido.
-Dios, es precioso. Gracias.
Me incorporo en la cama y lo estiro por encima de mi cuerpo. Como todos, llega hasta los pies, con una falda que tiene un ligero vuelo. El cuello, rodeado de una tira de hilo plateado, es como el suyo, cuadrado, dejando ver parte de la clavícula pero sin llegar a los hombros. Las mangas son anchas y cuelgan por debajo de las muñecas, una vez más, como todos los vestidos aquí. Me quito las gafas, el gorro y la sudadera. En un momento determinado, mi mirada se cruza con la suya; y estoy segura de que su concepto del pudor es muy diferente del mío, que he pasado por tantos vestuarios que ya me es indiferente.
-Eh…también necesitaría calzado. –Digo, por mantenerla ocupada.
En silencio, se gira hacia una cómoda junto al baúl, y aprovecho para quitarme la camiseta y deslizar el vestido por mi cuerpo. No pienso ponerme la ropa interior que usan aquí, si es que lo hacen. Tiro de la camisa a cuadros que llevaba en la cintura y la dejo junto con el resto, y empiezo a desatarme los cordones de las deportivas. Ella ya ha vuelto a la cama. Trae consigo cuatro zapatos sueltos. Tres bailarinas de colores, de materiales blandos que hacen que no estén rígidas y unos botines de… ¿cuero? Las bailarinas son extrañas. Parecen hechas para el ballet, pero dos de ellas acaban en punta, como si fueran las de la bruja del Mago de Oz.
-Mirad, tengo cuatro pares. –Los deja entre los dos, a lo largo de la cama.
Me estoy bajando los pantalones cuando los trae. Hace calor para los botines, y estoy hasta las narices de llevar calcetines, así que elijo unas las bailarinas sin puntas, de color rosa palo, y, cuando me he terminado de quitar el pantalón, me las pruebo. Maldición, parece que estén hechas para los pies de una Barbie. ¿Qué son, un 35?
-Blythe, ¿no tien…tenéis por casualidad otras más grandes?
Ella se muerde el labio, pensativa, mientras recoge el resto de zapatos.
-Tal vez Jane pueda daros algo. Seguidme. Podéis dejar aquí vuestras cosas, en mi baúl.
La mochila se queda ahí, creo que es un lugar seguro, pero vuelvo a ponerme las gafas. A fin de cuentas, cuando despierte seguiré teniendo mi ropa de siempre, o más me vale.



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