Días de Sal y Fuego: Duodécimo capítulo
📘 Capítulo 12: Fin del verano
El verano se rompió en pedazos.
Después de lo que descubrimos, Elías y yo apenas hablamos. Nos mirábamos de lejos, como si aún estuviéramos atrapados en la misma tormenta, pero cada uno en un extremo.
No dormía. No comía. No entendía nada.
Solo pensaba en ese beso bajo la lluvia. En su risa. En la promesa.
Y en la posibilidad imposible de que fuera mi hermano.
—No es seguro —decían.
—Fue un error del pasado —repetían.
Pero las palabras no borraban el miedo. Ni el dolor.
El día antes de que me marchara, Elías apareció en mi ventana. Como la primera noche. Como siempre. Pero algo en él era distinto.
—¿Puedo pasar? —preguntó, con la voz rota.
Asentí. Se sentó en el borde de mi cama.
Nos miramos en silencio.
—No quería que esto terminara así —dijo—. Tú y yo… éramos lo único que me hacía bien.
Tragué saliva. Me ardían los ojos.
—Y aún así… terminamos rotos.
Elías bajó la mirada. Luego, sacó algo de su bolsillo: una cadenita con una estrella de plata.
—Es tuya —susurró—. Para que no te olvides de que, por un momento, fuimos reales.
Me temblaron las manos al tomarla.
—¿Y si sí somos hermanos? —le pregunté.
—Entonces será la herida más bonita de mi vida.
Se acercó. Me abrazó. Largo. Fuerte. Como si el mundo se deshiciera bajo nuestros pies. Y cuando se separó, me rozó la frente con los labios.
—Adiós, Aitana.
—No digas adiós. Di... “hasta que sepamos la verdad”.
Él asintió, conteniendo el llanto.
Y se fue.
Al día siguiente, cuando nos marchamos de la casa, la playa estaba vacía. El cielo cubierto.
Y mi corazón… lleno de preguntas sin respuestas.
Pero una cosa supe
con certeza:
Ese verano me cambió para siempre.



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