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En el claro del bosque.

Publicado por flashali el 03/12/2014 · Categorías: Pensamientos, Donde vivo, Cosas de clase, Creación, Sobre mí, Vacaciones, Felicidad, Recuerdos, Infnacia, Flashali, Naturaleza

El canto de los pájaros forma un canon de alegres melodías, y se funde con el sonido del viento entre las hojas de los altísimos y abundantes árboles, de tronco fino y claro.

Los rayos del sol se cuelan entre las ramas e iluminan la alfombra naranja que cubre la tierra oscura y las rocas grises, parcialmente cubiertas de musgo.

Las cristalinas aguas del riachuelo fluyen rápidamente, marcando el límite de un reducido grupo de árboles, también muy altos, los cuales rodean un claro no muy extenso, donde la luz otoñal del atardecer dibuja curiosas sombras en el suelo verde y húmedo.

Allí, justo en ese claro, se encuentra el único lugar en el que puedo sentirme por completo como en mi hogar, una pequeña casita de madera construida entre dos desgastadas y enormes rocas, a tan solo unos metros de los árboles. En esa dirección acaba el bosque, y aparece un hermoso valle recorrido por un profundo y ancho río, cerca de las nevadas montañas.

La casita ya tiene sus años; diez, para ser exactos. Mi abuelo la construyó cuando yo tenía ocho años. Recuerdo ese día como si fuese ayer, cuando terminamos de poner los vidrios a las ventanas y de dar los últimos retoques, una tarde de verano. Se avecinaba una tormenta, así que la estrenamos en ese mismo momento, y acabamos pasando allí el resto de las vacaciones.

Después de eso, mi sueño era que acabasen las clases, y se hacía realidad al volver al campo de nuevo. Hasta que los estudios me lo impidieron.

Hoy, un especialmente triste y frío día de noviembre, contemplo esos vidrios que fueron colocados tan delicadamente por las pequeñas manitas de un niño y las ásperas pero cuidadosas manos de un anciano mientras acaricio las polvorientas sábanas claras de la cama donde tantas veces me quedé dormido en el regazo de mi abuelo después de horas y horas de interesantes cuentos y anécdotas de cuando era niño.

Me levanto lentamente, y los muelles oxidados de la cama chirrían. Camino hacia la puerta del dormitorio mientras paso los dedos por la mesilla, cubierta por una espesa capa de polvo, y no puedo evitar el escozor en los ojos cuando veo la vela apagada, a medio gastar, recordando cómo mi abuelo soplaba tras pensar que ya me había dormido.

Salgo a la estancia principal, la segunda y última sala de la casa. Miro al techo para evitar que las lágrimas empiecen a fluir libremente por mi cara sin remedio. Entonces veo el candelabro colgado, lleno de telarañas, lo cual no me extraña; las arañas siempre tejieron sus telas allí, no importaba que les destruyeras su obra maestra, a los dos días volvían. Recuerdo esos momentos en los que mi abuelo se cabreaba, medio de broma y medio de verdad, cuando le decía riendo que las arañas habían vuelto.

Con la visión borrosa, me acerco a la estantería y cojo un desgastado y amarillento cuaderno, donde mi abuelo dibujaba las plantas, animales y paisajes que me iba enseñando. Paso las páginas, llenas de recuerdos, y lo cierro antes de que se pueda correr la tinta.

Decido salir de la casa, pero me tropiezo con algo por culpa de la oscuridad y de las lágrimas que amenazan con aparecer. Es una de las sillas duras pero a la vez cómodas, y talladas sin mucho detalle, en las que nos sentábamos, pegados a la pared, para comer, cenar o desayunar, o cuando volvíamos de recoger setas y frutos que mi abuelo me ensañaba a clasificar.

Me siento en mi silla, observando fijamente el hueco vacío y polvoriento, y no puedo evitar mojar la rugosa madera de la mesa, aún con los restos de castañas que comimos cinco años atrás, el último verano que estuve aquí, mientras sale de mi boca un intento fallido de pronunciar la única palabra que rebota en mi cabeza desde que me enteré.

La chimenea, que se encuentra en la misma pared, cerca de la mesa, aún conserva las cenizas de la leña con la que nos calentábamos en invierno. Me imagino al anciano sentado enfrente de ella, en su silla vieja, pensando en tantos momentos vividos junto a su nieto, quien estaba demasiado ocupado como para visitarlo y pensar en los momentos de su infancia, los únicos que merecen la pena, preguntándose cuándo iba a volver.

Me marcho. Abro la puerta, que chirría como suplicándome que me quede, y la cierro suavemente. Observo la llama del farol en la pared de fuera, al lado de la puerta.

Ahora soy yo quien apaga la vela y dice: Que descanses.