El Chicle
En una calle de las que nunca importaron a nadie, en una ciudad que importaba a demasiados, paseaba yo por casualidad, ni si quiera por el mero placer de pasear, sino como el que pasea para ir de un sitio a otro. Era un pasillo con infinitas copias idénticas a ambos lados de portales de cristal, y barrotes de acero, con buzoncillos con rejilla metálica con formas como de florecitas, donde se suelen dejar la propaganda y los periódicos. Los grafitis habían perdido su identidad, desempeñando el mismo papel que cualquier ladrillo o colilla. Era un calle impersonal, los que allí vivían nunca serían famosos, ni doctores, ni abogados, no porque no fueran capaces de ello, sino porque si lo lograban la calle perdería toda existencia. No era capaz de imaginarme a nadie de allí feliz. No es que fuera un barrio marginal, ni problemático, sino mediocremente normal. Hubiera sido igual de fácil compararlo con una porción de bosque o los trozos de uña que se esparcen por el suelo del baño.
Pero tuve una revelación, descubrí un punto de inflexión que sirvió de eje de giro para una nueva perspectiva. Un chicle, pegado en una pared, en la triste frontera entre dos ladrillos. Un chicle perenne, seco, absorbido en sí mismo. Se me presentó como una entidad completamente nueva, un mundo contenido en los anonimatos químicos que lo componían, que en mi cabeza equivalían a la leche de mandrágora o a las patas de cabra. Un ser inerte, adjunto a una vida que no era la suya. Su vida… me pareció lo más importante, lo único transcendente. Éramos dos, frente a frente, pero yo fascinado y él indiferente. Para él yo no era más que parte del atrezo, un transeúnte más, indistinguible entre cualquier otro habitante del barrio.
Su historia escrita como una Biblioteca de Babel, posibilidades infinitas dobladas sobre sí mismas hasta contenerse en un único y trágico presente. Desde su incierto nacimiento, en una fábrica de un lugar con nombre exótico, un traslado largo acompañado de cientos de miles de iguales, que poco a poco le irían abandonando. Su llegada a una tienda, donde aguardó, expectante, hasta que cualquiera lo comprara y se lo llevará al bolsillo. Luego llega el momento importante, en el que pasa de un ente viviente a un ente consciente, el momento en el que su dueño se lo lleva a la boca, y entre maxilares y colmillos, lo destroza, se impregna saliva, su ADN pasa a formar parte del chicle. Como una metamorfosis en la que un mismo ser muere para renacer en otro completamente distinto, evolucionado. Es un momento precioso, todos los chicles del mundo, alargados, de bola, rellenos, de melón, todos, están destinados a ese ser mucilaginoso.
Aprendí a envidiar la existencia de esta nueva forma de chicle. Nosotros llegamos a este mundo por azar, nuestra existencia es un sinsentido caótico, no estamos aquí por ningún motivo, ni nos iremos por ningún otro. En cambio el chicle no, el chicle con conciencia nace a partir de un propósito, un primer beso, compartirlo con unos amigos en el patio, matar el mal aliento, ayudarnos a concentrarnos… nacen por un motivo. Y durante ese breve momento en las bocas de sus Dioses su pueden gozar de una existencia completamente feliz.
Pero luego… luego son expulsados al mundo real, el mundo humano. En una papelera, en una servilleta, en un pared… Poco a poco van perdiendo su conciencia, se van dando cuenta de que la vida aquí ya no tiene sentido, y aunque una parte de ellos reniega de esa idea, al final acaban venciéndose a ella y dejan que el tiempo les vaya arrebatando poco a poco su esencia. Y se convierten en lo que yo tenía ante mis ojos, un cadáver eterno, que tanto conoció, que tanto sufrió. Nacido por un motivo y muerto por perderlo, testigo de besos a media noche, de borrachos zigzagueantes, de miles de atardeceres, de madres riñendo a sus hijos… ahora estaba seco, pero hace no tanto no. No me cabe ninguna duda de que llegó a conocer más que su creador, a sentir más, a pensar más. Y por eso lo envidiaba, pues a diferencia mía el llegó a ser completamente feliz, y aunque luego perdiera esa divinidad, vivió de verdad. Fue como un ángel entre lo divino y lo terrenal, hijo de un Dios que decidió abandonarlo a su suerte.



Comentarios
spidrmancoy - hace más de 9 años
Waw. Me encantan este tipo de relatos, hasta de algo cotidiano y pequeño como un chicle se puede sacar mucho jugo como has hecho tú. Increíble.
prisionera de la ωeb - hace más de 9 años
Me ha encantado, es completamente genial.