La joven enamorada de la Luna
La joven enamorada de la Luna que cada noche contemplaba, paciente como una estatua de coral, a que su astro favorito hiciese su culminante aparición en el profundo cielo negro azabache.
Caía una noche pesada y fría, típica de la estación en la que se encontraban. Una noche para soñar, dejar la mente volar, alejarse de la oscuridad que se cernía sobre el alma de los que, como Diana, contemplaban aquella melancólica estampa del lluvioso invierno que se desvivía por nublarles los corazones. Y es que todos los que en ese momento observaban las gotas de lluvia resbalando por los cristales de sus habitaciones exhalaban un suspiro extenuado, cerraban brevemente sus ojos y viajaban a momentos mejores ya pasados; para volver a abrir los ojos y encontrarse de bruces con la despiadada realidad.
Ese era el caso de esta joven. Se encontraba en una pequeña habitación de alquiler que contaba con poco más que una cama, un armario desvencijado, una estantería de madera oscura y una mesa del mismo material, a juego con una silla tapizada de tela verde. Estaba reclinada sobre el minúsculo colchón con la espalda apoyada en la pared, arropada por un par de mantas de pelo y con una taza de té caliente entre sus diminutas manos níveas. Tenía la mirada perdida entre las ondas que se formaban en la bebida, aunque por su mente rondaban millones de aventurados pensamientos que le robaban el sueño en aquella gélida madrugada. Las luces de las farolas de la calle jugaban con las gotas de lluvia que resbalaban perezosas por la ventana de su habitación, creando reflejos dorados que se entremezclaban con aquellos producidos por la pequeña lámpara que se encontraba encima de la mesilla de noche que tenía a su derecha.
En una esquina del dormitorio se encontraba una funda de cuero negro usado, cerrada por dos bisagras plateadas, que mantenían en su interior el más preciado tesoro que la joven poseía: la guitarra española que había pertenecido a su padre y que, por pura cabezonería, había aprendido a tocar con ayuda del mismo y por su propia cuenta. Como si sus oídos hubiesen recordado súbitamente el sonido del instrumento y lo anhelasen como el aire para respirar, Diana volvió a la realidad. Parpadeó un par de veces, pues le escocían los ojos, y giró la cabeza en dirección al viejo estuche de piel, buscándolo en la penumbra que inundaba la estancia.
Se levantó y un escalofrío le recorrió el cuerpo, debido al frío y a la emoción. Deslizó por sus brazos las mangas del jersey de lana que le daba calor y se acercó sigilosa hacia el maletín que yacía tumbado sobre el suelo entablado. Se acuclilló a su lado y abrió con manos frías y temblorosas los cierres, haciendo que la tapa emitiese un tenue click al desencajarse. Destapó entonces el estuche y vio cómo su amado instrumento brillaba con la leve caricia de la luz artificial de fuera y dentro de la habitación. Lo sacó de la funda sujetándolo por el mástil y deslizó sus manos sobre las cuerdas, que ronronearon a su tacto. Se levantó del suelo rasgueando cada una de ellas y se acercó a la ventana con paso suave pero decidido. Movió con delicadeza la guitarra hacia un lado para no dañarla mientras se sentaba en el diminuto alféizar interior que se cortaba en su mitad por el vidrio. Colocó la guitarra sobre su rodilla izquierda, bajo la que había cruzado la pierna contraria para ponerla a un nivel más elevado. Cuando ya se encontraba cómoda levantó la mirada y allí la vio, brillante y serena sobre el oscuro cielo. Millones de estrellas resplandecían a su alrededor, pero el fulgor de la Luna superaba con creces el de estos puntos relucientes.
Y es que verla ahí, pacífica, fría, solitaria, e inalterable conseguía calmar sus nervios y sumirla en una especie de trance del que nunca quería salir, pues le transmitía una sensación de tranquilidad como nada lo conseguía. Se sentía pequeña ante el abismo en el que aquella agujereada perla centelleaba, ajena a lo que la rodeaba y que tanta curiosidad despertaba en Diana. Respiró hondo sin apartar la vista de la superficie albina del astro y movió los dedos, arrancando unas notas lastimeras del cuerpo de madera, que poco a poco se llenaron de sentimientos que fluían libres llenando el corazón de la joven en aquella desapacible noche de invierno. Un canto a una Luna eterna.
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