Cuero viejo
Era una mañana de domingo como la de hoy. Soleada, con una temperatura que calentaba hasta los huesos. Una mañana primaveral en toda regla.
Iba paseando por las calles de su pueblo, disfrutando de todo lo que sus sentidos percibían: el olor a pan recién hecho, los gritos de las hombres y mujeres que regentaban sus puestos en el mercado, las risas de los niños tirando de las manos de sus padres, las parejas que paseaban sonriendo... Todos ellos disfrutaban de aquel espectacular día. Y ella, a través de sus gafas de sol, veía todo aquello teñido de color sepia, como si de una película antigua se tratase. El regusto del caramelo de menta que iba comiendo le aportaba un poco de frescor durante esa calurosa mañana.
Iba caminando, con la bandolera de cuero viejo colgada sobre su hombro derecho y cruzada por delante del pecho. Con cada paso, ésta se bamboleaba de lado a lado, entorpeciendo en cierto modo su acelerado caminar. Llevaba el cabello recogido en una coleta alta que, al igual que su bandolera, se movía a la par que continuaba su marcha, haciéndole cosquillas en la nuca.
Torció por una calle y vio que en el flanco derecho de la misma habían colocado una serie de mesas de madera, puestas una a continuación de otra, tapadas con unos humildes toldos descoloridos llenos de agujeros que en un pasado debieron ser verdes. Se acercó a las mesas y descubrió que aquel despliegue se trataba de una venta de libros de todas clases y géneros: geografía, historia, ciencias, novelas de todo tipo, poesía, cuentos infantiles...
Decidió tomarse un tiempo para rebuscar entre los cientos de títulos que había allí. Algunos estaban expuestos en las mesas, mostrando sus portadas con los títulos en dorado; otros estaban metidos en maletas, enseñando únicamente sus lomos tatuados. Nuria se quitó las gafas de sol para poder observar con más atención todos y cada uno de los volúmenes que tenía a la vista. Paseaba sus dedos por las cubiertas de los libros, disfrutando del tacto seco y rugoso de la piel que los cubría. De vez en cuando cogía alguno y le echaba un ojo, empapándose de la historia que encerraba entre sus páginas.
Cada uno era un pequeño tesoro, hasta que encontró su pequeño tesoro. Cogió un libro que le llamó la atención por su peculiar revestimiento. Era de tela, de un marrón pálido, en cuyo lomo se apreciaba lo que debió de ser la etiqueta con el título inscrito. Le dio la vuelta, y débilmente percibió el rótulo del libro, que rezaba Poesía Universal (Grandes Poemas). Las páginas estaban amarillas del uso, y al abrirlo comprobó que databa de 1949. "¿Quién querría deshacerse de una reliquia como esta?", pensó. No era muy dada a leer poesía, pero los poemas de aquella antología la engatusaron como si se trataran de una novela de misterio como las que tanto se afanaba en leer.
-La última vez que vi a alguien mirar con esos ojos me enamoré perdidamente de ella. -dijo una voz rota, sacándola de su ensimismamiento.
Nuria levantó la cabeza y reparó en la persona que había dicho aquellas palabras. Era una mujer anciana, con el pelo entrecano y de baja estatura, que la observaba sonriendo con ojos celestes que desbordaban una ternura inconmensurable.
-Disculpe, es que los libros me atrapan. -argumentó Nuria, sonrojada e incluso ligeramente avergonzada. -¿Qué precio tiene?
La mujer la escrutó con la mirada, como si quisiera adivinar sus pensamientos. Eso turbó levemente a Nuria, aunque no dejó que se le notara.
-Lo que te dije antes era verdad: la única vez que he visto a alguien con la misma mirada con la que tú leías, me enamoré ella. Años más tarde nos casamos, y hace poco me despedí de él para siempre. -dijo la mujer tras unos segundos de silencio que parecían eternizarse. -El libro que sujetas entre tus manos era su favorito. Aún recuerdo cómo me lo leía cada tarde, hasta que el cielo se volvía de color azabache.
La vista de la mujer se perdió entre sus recuerdos. Una sonrisa brotó de pronto de su boca, que hasta hace poco era no más que una fina línea.
-Quédatelo, no me pagues nada. Creo que no sólo las personas nos merecemos unas miradas así.
Sonrió abiertamente, contagiándole el gesto a Nuria, que no supo qué hacer ni qué decir. Conmovida, musitó un tenue "gracias" y siguió su camino, abrazando el libro como si de una nueva vida se tratase. Y es que, en cierto modo, se llevaba un trozo de una vida con ella, que renacería cada vez que ella leyese uno de los poemas escritos en él.




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