Sueños de madera
Cae la noche con una lentitud acelerada. Un juego de luces y sombras está empezando a tener lugar en aquel quinto piso en la calle Eloy Gonzalo, en pleno Chamberí. A través de una pequeña ventana, vieja y desencajada de los raíles que permiten su apertura, entran los escasos rayos de Sol que luchan por sobrevivir a aquel atardecer. La luz crepuscular se filtra por el cristal, rebotando en las múltiples superficies que se hayan dentro de aquella habitación olvidada llena de montañas de cajas que rozan el techo, algunas entreabiertas, otras rotas por el desuso y el peso que soportan.
En una esquina de la polvorienta habitación hay un muñeco de madera articulado en sus extremidades abandonado, con sus latidos y sus sueños de madera perdidos entre los tesoros allí almacenados. Su cuerpo reposa inerte sobre el suelo, medio recostado, con uno de sus bracitos estirados y la cabeza apoyada sobre él. La luz del sol le ilumina, llenando de vida su interior y reviviendo las esperanzas que cada tarde a esa misma hora le asaltan.
Finalmente, el cielo se vuelve negro como el azabache más oscuro jamás encontrado, dando comienzo a aquel peculiar conjunto de embaucadores movimientos que tenía lugar cada noche, ignorado por todos aquellos que paseaban por las aceras de la calle en la que estaba asentado el edificio. En él se veían enredados tanto el muñeco con sus esperanzas recobradas, como las sombras que se hacían dueñas del pequeño cuarto.
El pequeño hombrecito de madera era no más que un bailarín que cobraba vida de noche, sumiéndose en una bella danza silenciosa, de movimientos rítmicos levemente percibidos con las sombras, que se movían vivaces ante tal espectáculo. Cualquiera que observase aquella seductora escena no podría más que tartamudear, pues son escasas las veces en las que se puede contemplar una belleza de tal calibre bañada por la melosa luz de la luna.
Aquel espectáculo quimérico duraba hasta el amanecer. Los rayos del sol creciente le arrebataban la vida al muñeco de la misma forma que la luz del sol expirando cada noche se la insuflaba. Entonces volvía a su lugar, en aquella esquina polvorienta, olvidándose de su existencia hasta el próximo anochecer, con sus crecientes esperanzas e ilusiones a flor de piel.
¿Quién sabe si todo lo contado ocurría de verdad, o eran fruto de la imaginación de un pequeño juguete recordando tiempos pasados?



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